Trump, la raza y la caja de los truenos
Al Hecho. | El bulo nació prácticamente el mismo día que su carrera a la Casa Blanca. Barack Obama no habría nacido en Hawái, según decía su biografía y su pasaporte, sino en Kenia, así que no era estadounidense ni podía ser presidente. Las teorías conspirativas sobre el que iba a ser el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos datan desde al menos 2008, alentadas por el grupo ultraconservador Tea Party, pero en 2011 llegaron a un nivel tan irrespirable —cada vez más gente respondía en las encuestas que era natural de otro país— que se sintió obligado a mostrar su partida de nacimiento: Barack Hussein Obama nació el 4 de agosto de 1961 en Honolulu. A la cabeza de aquella campaña estaba de un famoso empresario de Nueva York que barajaba entrar en política: Donald Trump.
La carrera política del republicano se halla íntimamente ligada a las polémicas raciales y racistas desde su génesis. Presentó su candidatura en 2015 agitando las tensiones migratorias, vinculando extranjeros sin papeles con crimen, y a lo largo de la presidencia los incendios han ido brotando de forma intermitente. El domingo pasado, en su cuenta de Twitter, cruzó una especie de nueva línea roja al invitar a cuatro congresistas estadounidenses de minorías étnicas a “volver” a sus países.
«Qué interesante ver a las congresistas demócratas ‘progresistas’, que proceden de países cuyos Gobiernos son una completa y total catástrofe, y los peores, los más corruptos e ineptos del mundo (ni siquiera funcionan), decir en voz alta y con desprecio al pueblo de Estados Unidos, la nación más grande y poderosa sobre la Tierra, cómo llevar el Gobierno», publicó en su cuenta de Twitter.«¿Por qué no vuelven y les ayudan a arreglar esos lugares, que están totalmente rotos e infestados de crímenes? Entonces que vuelvan aquí y nos digan cómo se hace», remató.
Las aludidas eran Alexandria Ocasio-Cortez, neoyorquina de cuna, de origen puertorriqueño; la afroamericana Ayanna Pressley, nacida en Cincinatti y criada en Chicago; Rashida Tlaib, natural de Detroit de padres palestinos; e Ihlan Omar, que llegó a EE UU de niña procedente de Somalia y se naturalizó estadounidense en la adolescencia.
Este es un país hecho de inmigrantes, el 13% de los actuales legisladores es hijo de uno, el 5% ha nacido en otro país y ampliando el foco a dos o tres generaciones atrás se vería la historia de los descendientes de millones de italianos, irlandeses, alemanes o cubanos que vinieron a este trozo de América buscando una vida mejor. Sin embargo, la convivencia entre razas sigue bajo tensión: seis de cada 10 estadounidenses creen que la relación no es buena, según un estudio de Pew Research del pasado abril, y casi la misma proporción cree que el presidente ha empeorado la situación.
Pero esa percepción sobre Trump se encuentra tremendamente polarizada entre demócratas y republicanos. Según una encuesta de Ipsos/USA Today de esta misma semana, el 57% de los republicanos está de acuerdo con los mensajes que el mandatario publicó la semana pasada. El miércoles, en su primer mitin tras la polémica, el público se lanzó a corear: “Envíala de vuelta, envíala de vuelta”, es referencia a Omar. Musulmana, muy crítica con Israel y la política exterior de EE UU, es carne de cañón para los conservadores y la más atacada por Trump. La imagen de todo un público —por las imágenes, mayoritariamente blanco— pidiendo su expulsión resultó lo bastante perturbadora como para que el republicano, que esa noche calló, se desmarcara de los gritos al día siguiente. Trump apela, como en 2016, al estadounidense que se siente agraviado respecto a la llegada de la inmigración, menos predominante en una demografía cada vez más diversa. Trump juega con cerillas en un clima de especial polarización política.
Muchos analistas han coincidido esta semana también en calificar la arremetida contra las legisladoras como una maniobra de distracción, unos fuegos de artificio algo macabros para desviar la atención de la llamada política real hacia ese ring de boxeo en el que se desenvuelve tan bien. Las propias aludidas, en una rueda de prensa el lunes, apelaron a no “morder el anzuelo” y despistarse de “las cosas que importan y tienen consecuencias para los estadounidenses”, en palabras de la congresista Pressley.
¿Tienen consecuencias las palabras de Trump para los estadounidenses? Andre M. Perry, investigador de la Brookings Institution sobre raza y desigualdad estructural, alerta de que “el racismo nunca debería ser reducido a una distracción, la historia enseña muy bien que el despliegue estratégico de la intolerancia es una práctica utilizada por defecto para socavar la democracia”. “Incorporar el nativismo, el lenguaje xenófobo —continúa en un post— ha sido el preludio a la codificación de esa intolerancia en leyes”.
Durante la campaña electoral, tras el atentado de San Bernardino (California), Trump llegó a pedir que no entrasen musulmanes a EE UU, “hasta que las autoridades de nuestro país puedan averiguar lo que está pasando”, para reducir el riesgo terrorista. Una de sus primeras medidas, al llegar a la Casa Blanca, consistió en un veto temporal para inmigrantes y refugiados de siete países de mayoría musulmana.
“Reduciendo el racismo a una distracción, asistimos a la normalización del racismo”, insiste Perry. Ese es un reto para el Partido Demócrata en su desafío a Donald Trump: cómo responder con contundencia a los ataques a ciertos valores de consenso de Estados Unidos, como es la diversidad, sin permitir que acabe determinando la agenda, la conversación política, ahora que ha echado a andar la maquinaria electoral para 2020.
En la fijación del republicano por estas cuatro legisladoras también puede interpretarse un cálculo más allá del identitario. Ocasio-Cortez, Omar, Tlaib y Pressley llegaron al Capitolio en enero dentro de la nueva hornada demócrata que trajo consigo las elecciones del pasado noviembre. Tienen entre 29 y 45 años, han hecho buenas migas, se les considera imagen del ala más progresista del partido y se distinguen por ser abiertamente peleonas en las redes sociales, a veces con miembros de su propio partido. Reciben el sobrenombre del squad (el batallón) en Washington y gozan de un alto perfil mediático, pero medidas por su calado legislativo o arrastre del partido, no representan un poder efectivo.
En un momento en el que más de una veintena de aspirantes ha empezado la carrera por convertirse en el candidato que desafíe al republicano en las presidenciales de 2020, Trump opta por fijar su atención en estas cuatro congresistas “socialistas” y azuzar el temor de los suyos contra el comunismo y la radicalidad. Es algo que preocupa a los demócratas. Una encuesta que maneja el partido, difundida por el portal de información política Axios, elaborada en mayo sobre un millar de votantes blancos de formación de dos años de universidad o menos, señala que Ocasio-Cortez era reconocida por el 74%, pero solo el 22% tenía una imagen positiva de ella; Ilhan Omar era reconocida por el 53% con un 9% de visión positiva.
Fijar la imagen de estas cuatro mujeres en la mente de las bases republicanas es una forma de azuzar a sus bases para afianzar su reelección. Falta un año para saber quién será su rival en las urnas y la carrera demócrata está muy abierta. El exvicepresidente de Obama, Joe Biden, considerado moderado, lidera los sondeos de las primarias, seguido por el senador izquierdista Bernie Sanders, y en los puestos siguientes van fluctuando Elizabeth Warren, senadora con planes económicos muy progresistas, y sin la marca de izquierda socialista la senadora Kamala Harris o el alcalde de South Bend (Indiana), Pete Buttigieg. El partido se encuentra muy dividido sobre cuál es la estrategia más segura para derrotar a Trump, con un giro más o menos marcado a la izquierda, pero esta semana todos se unieron para condenar los ataques del presidente contra el díscolo “batallón”.