Con arancel o sin arancel, la vida sigue igual en El Chaparral
Al Hecho. | Domingo de cielo azul en Tijuana. Poco tráfico. Camionetas suburban esperan la fila del valet parking en decenas de restaurantes de la zona río, calles y avenidas de hoteles y comederos nice. Los pájaros cantan, el runrún de motores potentes convive con el aroma del café y las tortillas fritas. Son las 9.15, es la felicidad. A kilómetro y medio de allí la imagen es bien distinta. Otra fila, esta de personas, aguarda junto a la garita fronteriza de El Chaparral. Son cientos esperando su turno para anotarse en la lista. La Lista, mejor dicho, en mayúsculas, el objetivo de los migrantes que buscan el norte, la libreta que guarda las esperanzas de todos. Apuntarse allí es ya un logro. Da pie a que un día, de aquí un mes o dos meses, o tres meses, crucen a Estados Unidos a solicitar asilo político.
El sábado, López Obrador dijo que como parte de los acuerdos alcanzados, Estados Unidos empezará a invertir en el sur de México y Centroamérica para atajar de origen el problema de la migración. «Desde la semana próxima», añadió, «estaremos ofreciendo ayuda humanitaria, oportunidades de empleo, educación, salud y bienestar a quienes esperen en México su solicitud de asilo para ingresar legalmente a los Estados Unidos».
La idea de que México salió victorioso de las negociaciones contrasta con la imagen de El Chaparral. La vaporización de la amenaza de los aranceles choca con la realidad de los migrantes que ven su futuro inmediato -este mes, el mes que viene- como un conjunto de bardas, vallas y muros burocráticos, que los alejan de su meta.
Hoy, a las 9.30 de la mañana, La Lista ha cerrado. Ya no reparten más números hasta el lunes. Cientos de migrantes se han quedado esperando y apenas han protestado. La fila se ha deshecho como se deshace la espuma en la orilla del mar, sigilosamente. La última en apuntarse ha sido una mujer sinaloense de 40 años, que iba con sus tres hijos, de 15, 11 y nueve. La mujer ha preferido que su nombre no aparezca aquí por seguridad. Dice que los tres niños nacieron en California, así que por ellos no hay problema. El problema, dice con un pliegue de vergüenza en los labios, es ella. «Yo me junté con un guatemalteco allá del otro lado. Estuvimos nueve años allá, pero hace siete nos volvimos a Guatemala. El mes pasado mataron a mi esposo y tuvimos que huir», dice. Sus dos hijas y su hijo escuchan, ni atentos ni apáticos, como se ve la televisión recién despertado. Ausentes. La mujer no sabe qué hacer, si mandar a sus hijos a California con sus familiares o aguantarlos con ella. Nunca se han separado de mí, explica. Lo bueno, al menos, es que un familiar de su marido les ha prestado su casa en Tijuana, así que no tienen con lidiar con el problema del alojamiento.