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Regreso del infierno

Al Hecho. | No le dieron comida. Tampoco agua. La desnudaban y la sometían a extensos interrogatorios cuya finalidad era que se retractara de haber convocado a desobediencia civil y la suspensión de pagos de impuestos a los comerciantes del Mercado Oriental, el monstruo de 28 hectáreas donde los habitantes de Managua venden y compran cualquier cosa. En la celda 37 de El Chipote —prisión preventiva de Nicaragua denunciada como centro de tortura— la comerciante Irlanda Jerez aguardaba un destino incierto.

Jerez había acaparado la atención de la prensa al aparecer en el corazón del Oriental —donde contaba con negocios— convocando a la rebeldía frente al régimen de Daniel Ortega. Se paseaba por la capital de Nicaragua con una camiseta negra con la leyenda “No le pago impuestos al Estado”, participaba, megáfono en mano, en las manifestaciones que exigían el fin del régimen y concedía entrevistas incendiarias. La “dictadura” —como la llamaba— no le perdonó su atrevimiento y ordenó su arresto el 18 de julio de 2018. Estuvo dos días en las celdas de El Chipote soportando desnuda los interrogatorios, hasta que la trasladaron a la cárcel de mujeres La Esperanza, donde resistió 329 días de prisión. Ortega ordenó su libertad el pasado 11 de junio tras promulgar una cuestionada ley de amnistía.

Jerez relata una lista de horrores a los que la sometieron. Su “secuestro” —como lo llama— incluyó la obligación de hacer sentadillas desnuda, palizas, amenazas con perros policiales, acoso sexual por parte de funcionarias de la cárcel, permitirle salir al sol en tres ocasiones durante seis meses, el robo de alimentos y objetos personales que le enviaba su familia, dejarla durante cuatro meses solo con un cambio de ropa, con un sostén y una braga, sin posibilidad de recibir visitas conyugales y sin ver a sus hijas. A sus 38 años Irlanda Jerez descendió al infierno. “Las agresiones físicas fueron brutales. Las autoridades del penal dejaban claro el odio que tenían hacia mi persona. Decían: “a vos es que te queremos, hija de puta, te vamos a aniquilar, solo estamos esperando la orden”.

En la cárcel mantuvo la resistencia. Encerrada junto a otras 13 mujeres en la celda conocida como “Objetivo 5”, muy pronto se ganó el odio de las guardianas por su insolencia. “Hicimos lazos de hermandad increíbles, nos ayudamos mutuamente en todo lo que podíamos”, explica a EL PAÍS desde Managua. Estuvo en huelga de hambre, no obedecía las órdenes de las funcionarias, organizó tomas de los portones de la celda. El 26 de octubre las guardianas intentaron aislarla y sus compañeras la defendieron, lo que significó una brutal paliza para todas. El 7 de febrero llegaron embajadores de la Unión Europea a la prisión y Jerez mostró su rebeldía, que pagó caro. “Ese día nos golpearon terriblemente, me lesionaron la mano izquierda y me provocaron un sangrado vaginal por 22 días continuos. No tuvimos atención médica”.

Ahora, fuera de la cárcel, Irlanda Jerez relata aquellos días sin rencor, a pesar del sufrimiento. “Estar en una celda significó sobrevivir, resistir y fortalecerme cada día”. A pesar de que el odio del régimen la despojó no solo de su libertad, sino de los negocios en el Oriental y en la ciudad de Matagalpa (norte de Nicaragua) y hasta de su casa en Managua (“sigue tomada por paramilitares”), Jerez dice que mantiene sus “principios y convicciones” y que seguirá con lo que domina la lucha por la libertad de este país centroamericano.

Las protestas comenzaron en abril del año pasado, cuando Ortega intentó imponer una reforma a la seguridad social ampliamente rechazada. Ortega desencadenó una brutal represión, que dejó al menos 325 muertos y encarceló a al menos 600 personas. Yubrank Suazo fue detenido el 10 de septiembre en Chichigalpa, ciudad del oeste de Nicaragua donde se había refugiado. Él es originario de la rebelde Masaya, el bastión de la resistencia opositora que se había declarado independiente del régimen. Suazo, de 28 años y estudiante de Psicología, relata la pesadilla que sufrió en cárcel La Modelo, localizada en las afueras de Managua y donde fueron trasladados centenares de presos políticos.

“El 9 de marzo fui trasladado a una celda de máxima seguridad conocida como el Infiernito. Esa noche, el director del sector, Rigoberto Guevara, entró a la celda y ordenó que me pusieran grilletes y me esposaran con las manos en la espalda. Me trasladaron en bóxer hasta una planta médica. Guevara me dio patadas en el pecho. Yo no gritaba y eso lo enfurecía. Como soy hipertenso, tenía miedo de que con una patada me diera un infarto. ‘Dale gracias a Dios que no nos dan la orden de que los matemos’, me decía. Me golpeó durante media hora. Me dio puñetazos en la cara que me hicieron sangrar por la nariz. Me roció gas pimienta en la cara; para mí eso fue grave, porque el gas se me introdujo en la boca y el dolor, la asfixia, eran insoportables. Cuando me regresaron a la celda no había agua. Comencé a hacer bastante salida y me la eché en la palma de la mano y con un dedo me comencé a limpiar los ojos”. Pese a estar en la mira del régimen, Suazo también asegura que mantendrá la resistencia. “Es un compromiso moral que tengo con mi pueblo, con mi gente, por la sangre de los asesinados”.

La detención ilegal y las acusaciones en contra de estos encarcelados forman parte de las violaciones a los derechos humanos de parte del Gobierno de Ortega, explica el activista Gonzalo Carrión desde Costa Rica, donde se ha exiliado. Con 27 años de experiencia en la defensa de las libertades en Nicaragua, Carrión asegura que estas personas “tienen el derecho de buscar la verdad y de que se determinen responsabilidades”. Es el caso de los jóvenes Brandon Taylor (19 años) y Glen Slate (21), originarios del Caribe de Nicaragua y que fueron injustamente acusados por el asesinato del periodista Ángel Gahona el 20 de abril de 2018, cuando el reportero cubría las manifestaciones en la ciudad de Bluefields. Los chicos, que apenas hablan español, no entienden cómo terminaron en La Modelo inculpados por un crimen que no cometieron. “Me encerraron y no me dijeron nada, solo que era un caso especial. Nunca pensé que me iban a culpar de ese delito”, dice Glen desde Bluefields. “Me siento feliz todos estos días desde que salí, pero a veces sentimos que nos van a agarrar otra vez, porque ese viejo [Ortega] sigue en el poder”.

Es el mismo temor que tienen los demás liberados, como Amaya Coppens (24 años), Nahiroby Olivas (19) y Byron Estrada (25), estudiantes de Medicina, Derecho y Odontología, que del reclamo por las reformas pasaron a exigir libertad, autonomía universitaria, el fin de la “dictadura”. Los tres se convirtieron en las caras visibles de la rebelión estudiantil en la colonial ciudad de León, enclave turístico de Nicaragua. Su activismo fue su condena. A Byron y Nahiroby los arrestaron el 25 de agosto, al terminar una protesta, y Amaya —que además tiene nacionalidad belga— el 10 de septiembre, en la casa donde se escondía. Los chicos fueron brutalmente golpeados y tras varios interrogatorios los trasladaron hasta La Modelo, donde desarrollaron la camaradería con los otros reos. Amaya, por su parte, cumplió 9 meses de prisión, encerrada en la celda 4 de La Esperanza, junto a otras 16 mujeres, todas encarceladas por protestar contra Ortega. Debido a los maltratos ella y otras ocho mujeres decidieron iniciar una huelga de hambre que duró 14 días y cuyas secuelas todavía las sufre. “Estábamos completamente débiles, pasábamos días con dolores de cabeza y dolores renales”. Los tres jóvenes, ahora liberados, dicen que se organizarán para volver a protestar. “Hemos sufrido muchas situaciones dolorosas, pero estamos dispuestos a sacrificar lo que sea; sacrificamos nuestros estudios, familia, libertad y estamos dispuestos a sacrificar la vida si es necesario. Ya no hay miedo”, asegura Nahiroby.

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